El martes fue un día de miércoles. Mi ira tocó el cielo y lo peor de todo es que estaba a punto de meterlo a la ducha con uniforme y hasta agarrarlo a cachetadas, pero cuando lo tenía en mis manos, lejos de empezar la veteada perfecta, me fui desinflando como un globo picado.
Le lavé la cara hasta tres veces (no sé para qué), pero lo hice pensando que así se calmaría y dejaría esa maldita manía de gritar para pedir algo y terminar llorando cuando no hacen lo que él quiere. Luego lo lleve al cuarto, porque si bien se había salvado de la paliza, no podía dejar de castigarlo.
Aunque nunca le he pegado, Álvaro esperaba golpe. Me lo decía en su mirada de pavor, dando vueltas en busca de su salvadora (su madre). No le pegué pero le di durísimo cuando rompí en mil pedacitos dos de las tres figuritas del álbum de los Pokemón que le faltaban pegar, porque creí que era hora de castigarlo con lo que más le gusta (nunca antes lo había hecho. En serio).
Siempre es lo mismo. Mil veces le he explicado que no se grita, pero levanta la voz todos los días con la abuelita, con sus papás y con todo el que se le cruce en el camino. Le pedí otras mil que deje de escupir como cualquier niño corriente de barrio, pero lo hace una y otra vez en la casa o en la calle, entre otras más…
La historia empezó después de recogerlo del cole, un martes cualquiera. Lo sorprendí ofreciéndole cerca de 30 figuritas de pokemones para su álbum y pensé que lo hacía feliz hasta que empezó a renegar. Estaba molesto porque –para variar- no encajaban en los cuadros asignados para cada gráfica y empezaba a estresarme con sus alaridos de siempre hasta que de tanto quejarse terminó por romper una de las maltratadas hojas del álbum. Al borde del llanto fue a pedirle a su abuela en la cocina que le consiguiera cinta adhesiva, pero no le entendía y entonces empezó a gritar más fuerte hasta sacarme de cuadro. Fue allí cuando reaccioné, me acerqué con pose de malo y lo llevé del brazo al baño.
Después de la reñida, le enseñé a escribir y a leer sus cuatro pecados, para que no vuelva a cometerlos y reiteré mis amenazas. Él parecía entender lo que le decía, aunque no estoy seguro del todo.
Crisis de padres
Lo peor vino después. Estaba casi convencido que había actuado bien, pero me sentía mal, muy mal y lo que quería hacer es ir corriendo a buscarlo, darle un abrazo y pedirle perdón por haberlo reñido. No crean, era conciente de mi estupidez, pero no podía sentirme bien y hasta pensé en ir a comprarle las figuritas y ‘reparar’ el daño.
Al final del día me convencí –a la mala- que debía mantenerme firme y dejarme de engreimientos. Y así fue. El miércoles lo encontré sedita, pero cuando menos lo esperaba volví a escuchar un grito así que reaccioné de inmediato. Volteé mi cara y le clavé una mirada matadora, sólo para recordarle lo hablado.
Aunque me duele ser el malo de la película, sigo en mi trece y desde aquel martes de miércoles, Alvarito no vuelve a portarse mal, pues ya está advertido que será castigado con grado o fuerza. Así vuelva a enfrentarme a mí subconsciente que me exige ser un padre consentidor.
jueves, 6 de diciembre de 2007
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